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jueves, 1 de abril de 2010

Mi querida perra abandonada

Mi querida perra abandonada.
Antonio Pozuelos Jiménez de Cisneros


Como es mi costumbre en Navidad, me gusta escribir los artículos que tienen por protagonistas a perros que hoy faltan de mi vida y de mi territorio pero que siempre tendrán un lugar privilegiado en el recuerdo de todos aquellos que tuvieron la suerte de ser sus amigos.
También en estas fechas, todos los que contamos canas y batallas necesitamos parar un momento en nuestra rápida rutina y echar la vista atrás para añorar y recordar a nuestros seres queridos. Ellos fueron los que nos hicieron sobrevivir, nos proporcionaron recurso y nos inundaron del cariño necesario para comenzar la carrera de la vida.
Evidentemente ellos no necesitan que nadie explique sus bondades en un artículo navideño porque ellos están vivos en nuestros genes y en los genes de nuestros hijos pero… ¿Quién quiere escribir sobre una perra abandonada en una protectora? ¿Quién quiere ensalzar a un espécimen canino rufián donde los haya, altivo, pendenciero, de colmillo fácil y humor endemoniado? Yo lo haré con gusto porque su memoria lo merece, porque a pesar de sus malvadas virtudes fue una excelente maestra con una pedagogía sin par, porque fue mi mejor perra y porque educó a mi mejor perro.
Corrían los años 90 y yo acababa de aterrizar con mi familia en una capital andaluza procedente de otra levantina. Mi anterior perro, Guaqui, había fallecido recientemente como consecuencia de un mal encuentro con un taxi en un paso de peatones. Este diablejo solía escaparse de casa en cuanto lo dejábamos solo con mis hijos aunque aparentemente sintiera por ellos un fervor reverencial. Era curioso ver como, en tan solo 15 minutos que duraba nuestra ausencia, un pobre caniche negro como el hollín aparecía pintado de naranja, con rulos a lo Maruja trasnochada, salpicado de calvas y trasquilones, humillado, afrentado y cabreado. Cuando llegábamos a casa aullaba como un poseso no sabemos si de mala sangre o de alegría por su liberación de aquel par de canallas de no más de 7 años.
Un buen día huyendo de la quema, tuvo el mal encuentro que le costó la vida. Mis hijos, pequeños aún pero con sentido de culpa, lloraron a su amigo mientras seguían inventando los desastres propios de los cachorros humanos solo, que ahora, sin un amigo de otra especie a quien culpar de sus felonías.
Yo siempre he tenido perros y he formado a mis hijos en el respeto que merece un ser vivo y en la jerarquía necesaria para el mutuo entendimiento. Ahora ellos también echaban de menos la presencia en nuestra casa de un representante de nuestra especie predilecta y tanto nos insistieron, a mi esposa y a mi, que decidimos volver a empezar.
Nosotros vivíamos en un piso del centro de la ciudad y en contra de mis predilecciones no nos podíamos hacer con un Pastor alemán por variadas razones de índole urbana. Entonces se me ocurrió la idea de buscar a una pobre criatura abandonada en una perrera municipal. De esa forma conseguiría un perro ya criado y, por otra parte, salvaría una vida con toda seguridad.

Kika
Estuve yendo varios días, y a la caída de la tarde, a la perrera donde el Ayuntamiento mantenía más 100 perros sin instalaciones adecuadas. Todos los animales estaban juntos y dentro de un gran cercado en el que se había habilitado una caseta de grandes proporciones para que los animales pudiesen guarecerse del frío y la lluvia. Allí me entretenía en verlos en su ambiente y al hacerlo a las ultimas horas de la tarde, conseguía ver como el cuidador se las ingeniaban para dar de comer a todos.
Como el lector sabe, el momento del acceso a la fuente de recurso es el más peligroso desde el punto de vista de las agresiones que se producen hacia los subordinados por parte de los dominantes. Además, el peso corporal, la calidad del pelaje y la vivacidad de los ojos, marcaban claras diferencias entre uno y otro estatus. ¡Unos comía mejor que otros!
El grupo de los que antes y mejor comían estaba formado por un amastinado, otro parecido a un Dogo alemán y por una pequeña mestiza, mezcla de abejorro, pavo y grifón. Esta última, de pelo brillante y magros costillares, mostraba en su manto y cabeza más heridas que las del Cid en Valencia. Gruñía como una fiera, comía a la vez y mantenía a raya a más de 20 perros. Era algo así como David contra los filisteos, Viriato contra Roma, un grifón contra un mastín.
¡Señor, esa es mi perra. Me la llevo!
Entró en mi casa “eligiendo” dueño. La afortunada fue mi hija y el despreciado mi travieso cachorro. Tuvimos que darle tantos puntos en su duro pellejo como hígados de pollo en su escudilla. Durmió siete horas de un tirón y al día siguiente, decidió pasar con nosotros esa Navidad y el resto de sus días.
Nos acompañó en el siguiente traslado de la familia hacia el Sur de España, hacia el Valle rodeado de montes boscosos, donde vivió con nosotros otros siete años. Vio crecer mi manada con Roco, Tana, Terra y Nika. Fue, sin yo pedírselo, la maestra de mi viejo Roco.
A mis machos les enseñó lecciones tan importantes como que las hembras son un recuro escaso que, aunque más débiles, son las que harán que te prolongues en la generación siguiente. Enseñó al pobre Roco los devaneos sexuales de los perros adultos cuando el pobre cachorro solo contaba con siete meses pero también le enseñó a defender la valla de la finca, a echar fuera del territorio a todo animal que pudiera ser peligroso para sus habitantes y a cuidar de los cachorros humanos que nosotros traíamos a él.
Cuando Roco cumplió la edad de adiestramiento me pareció que mi cachorro ya sabía cosas que yo no le había enseñado como era leer el viento de cara para coger el rastro, relacionarse con los adultos respetando jerarquías y evitando inútiles peleas, mirar a mi cara cuando le hablaba, sufrir en silencio los ataques de mis hijos y agregados y estar siempre dispuesto al juego.
No crean ustedes que no me empeñé en adiestrarla a ella también pero el resultado, fue el peor que he obtenido entre los perros con los que he bregado. Se hacía la coja cuando la llamaba y no había forma de motivarla para trabajar; ni con juego ni con comida ni amenazándola con un mamporro.
Era dura, la pelea era para ella algo cotidiano y algo para lo que ella había sido entrenada. Yo intenté vencer esa resistencia sin conseguirlo. Ella jamás me hubiera devuelto un golpe para tampoco habría reaccionado a él... ¡Era una insumisa!
Mis amigos alababan el adiestramiento que tenía la simpática chucha pero, lo que nunca llegaron a saber fue que el animal hacía lo que le daba la gana, de una forma muy soterrada, mientras miraba mi cara y parecía descifrar mis órdenes. No descifraba nada o, si lo hacía, ejecutaba lo contrario, eso si, con la perfección de una perra de circo. Al final se consiguió el adiestramiento; el mío, claro.
Nunca olvidaré las blancas navidades que pasábamos juntos. Mientras la nieve ocultaba el jardín, nos reuníamos junto a la chimenea. Roco trataba hasta de subirse a mi mecedora. Nunca consiguió pasar de poner su cabeza en mis piernas. La vieja perra se lo impedía. Ella era la que se subía sobre mi pecho y fingía que dormitaba. Hacía lo que quería conmigo, con mi familia y con los demás perros del territorio.
Ahora, al paso de los años y precisamente en Navidad, echo de menos a mi antigua manada, a mi viejo Roco y a aquel desastre de perra grifona, eternamente cabreada. Quizás su cabreo se debiera a que fue abandonada y mi actual nostalgia a que ahora, al paso de los años, su recuerdo se magnifica. De todas formas, ya faltan de mi casa los protagonistas de las aventuras del Valle. Todos fueron excelentes perros pero ningún macho como el viejo Roco ni hembra como la mestiza Kika.
Mis mejores deseos para el año 2006.
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